Ese día decidí meterme dentro del restaurante. El frío me horrorizaba así que lo pensé pocas veces y entramos en busca de una mesa. Tras ver la carta, mi amiga y yo pedimos el menú que solemos elegir cuando decidimos ir a cenar mientras improvisamos la noche. Las risas se nos descontrolaron entre sorbos de felicidad, hasta que se me ocurrió mirar por la ventana que da a la calle exterior. Y te vi.
Pensé que sólo era fruto de mi imaginación, tuve que pellizcarme un par de veces en el brazo para ver si era real lo que estaba viendo. Quise creer que no era cierto, que no estabas, parecía la típica película de reencuentros inoportunos a través de cristales, que la noche confundía a las personas y que los sentimientos estaban metidos en el baúl de los recuerdos.
Andabas, compartiendo el frío con una bufanda y alguien que te cogía de la mano. Yo seguía cogiendo mi copa sin poder apartar la mirada. Vi tu cara a una distancia considerable, no habías cambiado tu forma de caminar ni esa chaqueta tan peculiar. No me cabía duda, eras tú.
Y qué considerable fui aquella noche al elegir cenar dentro del restaurante. Cualquier otro día hubiese comprobado que eras tú acercándome sigilosamente entre la gente hasta dar contigo. Perdí la cuenta. No sabía si habían pasado días, meses e incluso años desde la última vez que nos perdimos la pista.
Qué considerable fui esa noche, querido.
Qué considerable fui.